La fe sale en procesión: Jesús del Gran Poder en Quito
Texto y fotos: Edzon León Castro-Línea Imaginaria
Cada Viernes Santo, el centro histórico de Quito se transforma en un escenario de recogimiento, penitencia y fervor. Las calles empedradas, que en otros días vibran con el ruido del comercio y la rutina, se cubren de un silencio denso, solo interrumpido por los pasos lentos de miles de devotos que acompañan la procesión en honor a Jesús del Gran Poder.
Entre la multitud, emergen figuras emblemáticas que ya son parte del imaginario quiteño: los cucuruchos, envueltos en túnicas moradas y altos capirotes, caminan en señal de humildad y arrepentimiento. Junto a ellos, las Verónicas, mujeres vestidas demorado y negro y con velos, evocan a la mujer que —según la tradición— limpió el rostro de Jesús camino al Calvario.
Pero también están los anónimos penitentes, hombres y mujeres que, movidos por promesas, culpas o agradecimientos, cargan pesadas cruces de madera, avanzan descalzos sobre el asfalto ardiente o arrastran cadenas atadas a los tobillos. Sus cuerpos marcados por el esfuerzo y la devoción expresan con crudeza una espiritualidad que va más allá de las palabras: la fe se inscribe en la piel, en el dolor, en el silencio.
Esta procesión no es un espectáculo, es un acto colectivo donde conviven el rito, la memoria y la redención. Las miradas que observan desde los balcones, las cámaras que registran, las manos que se persignan al paso de la imagen de Jesús del Gran Poder, todos participan de un tejido de emociones y creencias que cada año se renueva.
En cada paso, en cada rostro cubierto, en cada lágrima o suspiro, se manifiesta un Ecuador profundamente católico, pero también profundamente humano. La procesión es un espejo: revela el peso de la historia, la fuerza de la devoción y la necesidad de encontrar sentido en medio del dolor.

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