Por: Edizon León-Castro



Foto: Edizon León 

Aquilino Erazo Caicedo, tiene un rostro muy peculiar, pero mucho más es su historia que está muy ligada a la defensa del territorio. Lo primero que surge en nuestra conversación cuando le pido que me cuente sobre su infancia, es su vida en el campo, “yo crecí en el campo y es donde me encariñé mucho con el territorio, que para mi es parte de mi vida, porque la naturaleza es algo maravilloso que nosotros los seres humanos debemos conservarla y cuidarla”, a pesar que es frecuente que en su rostro se dibuje una sonrisa, cuando habla del territorio la seriedad y nostalgia pronto se apodera de su cara.

Este hombre aprendió a dar otro valor a la vida desde su pertenencia a su territorio, a pesar de las carencias materiales propias de la gente afroecuatoriana del campo, que le impidió completar su ciclo de formación educativa, es contento con lo que tiene y con lo que ha vivido. Después de haber terminado la primaria se empleó con su padre para trabajar la finca que había heredado de su abuelo.

Toda la sabiduría de este hombre provienen de las enseñanzas del campo y de su padre. Cuando le pregunto si de niño fue víctima del racismo, su respuesta es, “¿qué es el color de la piel?, el color de la piel es solamente un color, mira, estamos en un mundo de una gran biodiversidad, donde vemos muchos colores, y eso embellece al ecosistema. ¿Qué sería si todo fuera blanco, los colores embellecen la naturaleza? La gente debe entender que no hay que ser racista, yo cuando veo a una persona con problemas le doy la mano, no viendo el color de la piel, sino viendo que es una persona, un ser humano”, así es el pensamiento de este hombre que vive como piensa.

Me gusta la simpleza y la profundidad de su pensamiento, además es muy parlanchín. Tiene una mirada apacible como la de su estero de Tambillo-San Lorenzo. Este hombre es un defensor incansable de su territorio y por eso no puede concebir su vida sin su territorio. “Negro sin tierra, no es negro, además yo no puedo ser forastero en mi propia tierra, porque si me despojan de mis tierras voy hacer un forastero, un extranjero y eso es duro para mí”.

Foto: Edizon León 

Aquilino es un hombre de tradición que aprendió a respetar los mandatos de sus mayores, a quienes los recuerda como  personas estrictas, “a nuestros mayores teníamos que decirles el bendito (oración católica), nos hacían hincar de rodillas y hacer la reverencia, además siempre llamarles tíos aún cuando no eran familiares de sangre, pero así se les decía a todos los mayores, yo continúo hasta el día de hoy con esa tradición”.

Esta tradición ha sido la fuerza para su lucha por el territorio, ha comprendido que sin territorio no hace sentido su vida,  por eso su lucha para no quedar con ese vacío existencial.

“Mi lucha empezó cuando entraron las palmiculturas y empezaron a comprar las tierras a mis vecinos, presionando a los que no querían vender las tierras, ahí empezó mi lucha y al mismo tiempo la defensa de mis tierras. Para eso sabía que tenía que prepararme, así que empecé hacer unos cursos de liderazgos e ir conociendo todo sobre el tema de derechos”.

En algún momento de Aquilino, la vida le llevó a que tome conciencia con respecto a la defensa de sus tierras, de su situación de clase, y también de su existencia, al tiempo que descubre que hay una estructura institucional que está a favor de quienes les despojan de sus tierras. “El pobre siempre va de mal en peor, porque no hay derechos para el pobre y ni el Estado esta ahí para garantizar nuestros derechos, aún sabiendo que es el campesino es el que cuida y protege la naturaleza. Deben saber que el campesino cuida la naturaleza y es el rico el que destruye, y es por ellos que nosotros estamos así de jodidos y en peligro de extinción por la contaminación, tanto de las mineras como de las palmicultoras”.

Mientras conversa le salen unas lágrimas de indignación de sus ojos y eso me conmueve al mirar su gran sensibilidad,  y curiosamente es de ahí de donde sale  toda su fortaleza para la lucha. “Ahora me he quedado solo, porque antes todas estas tierras eran de los comuneros, pero la presión de los palmicultores hizo que vendieran. Yo les decía organicémonos, no vendamos la tierra, y ellos decían que si no venden los palmicultores les matan, fue así que fueron vendiendo sus tierras.

Me quedé solo en medio de la palmicultora, porque yo sin tierra no me puedo quedar. A partir de eso los dueños de la palmicultora me hicieron la vida imposible para que les vendiera, mataron mis colmenas de abejas con las fumigaciones, mis tilapias que sembré las destruyeron, al final vieron que hagan lo que hagan no les iba a vender, y luego de hacer varias declaraciones a nivel nacional e internacional sobre mi situación, me empezaron a dejar en paz, y así me quedé con mis tierras. En este caso volvió a ganar David a Goliat”.

Mientras me cuenta su corazón se hincha de orgullo de saber que les ganó esa lucha a la palmicultura, la misma que le ha dado un reconocimiento de las organizaciones y es por eso que ha empezado a acompañar y luchar en otros procesos de resistencia y defensa del territorio.

Mientras le escucho se me han fijado dos momentos, el primero sus lágrimas impregnadas de ternura por su tierra, y el otro la fortaleza y la convicción de que sin tierra su vida no hace sentido.

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